lunes, 13 de septiembre de 2010

Star Trek: El enemigo definitivo

Capítulo 3: Enterprise.

De nuevo ante el espejo… De nuevo buscando señales que le recordaran al James Kirk de antaño… Y esta vez encontró una. No el cabello anteriormente castaño y que ahora aparecía plateado y más escaso. No en su vieja barbilla prominente ahora oculta por sus más prominentes aún mejillas… No, el cambio era mucho más sutil. Estaba en sus ojos, o más bien en su brillo. No era tonto: James T. Kirk sabía perfectamente bien que no iba a subir al Enterprise como Capitán, que su rango de Comandante sólo estaba destinado a no herir su ego, pero que cualquier alférez estaba antes que él en la cadena de mando si llegaba el caso de que el capitán decidiera bajar a algún planeta. No, Jim Kirk no se engañaba y sabía perfectamente que sólo podría estar al mando del Enterprise-B si era la única persona viva a bordo. Lo sabía tan bien como que cualquier mando era irreal sin nadie a quien mandar.

Sin embargo, Jim Kirk se puso su nuevo uniforme e insignias con la misma ilusión que hacía más de 60 años, cuando sólo era un prometedor alférez recién salido de la Academia de la Flota Estelar.

Y eso era así porque mientras estuviera en el Puente de una Nave Estelar – Cualquier nave estelar, aunque si se llamaba Enterprise siempre se trataría de la Nave Insignia de la Flota- Mientras consiguiera mantenerse allí, seguiría marcando diferencias… Por lo tanto, no podría morir como lo hizo Bones, morir por no tener nada más que hacer en la vida. ¿Era aquella la forma de derrotar al Enemigo Definitivo? Jim Kirk no sabía la respuesta, pero deseaba con todo su ser que ése fuera el modo… Si tan sólo pudiera, no derrotar al tiempo, algo imposible hasta para él, pero sí retrasar su victoria final… Era esto, sólo esto, lo que hacía feliz a James T. Kirk.

Llegó puntual como siempre al tele-transportador. Nuevos avances, pequeñas y sutiles diferencias en el aspecto, pero siempre igual en lo básico: Una luz sobre la cabeza, otra bajo los pies, y un operador y una habitación que cambiaban de modo casi imperceptible mientras tus moléculas eran transportadas de un lugar a otro a la velocidad de la luz.

Bueno, al menos Jim Kirk ya conocía la sala de transporte del Enterprise-B. Pudo oír claramente el silbato que anunciaba la llegada de un oficial a la nave, y le alegró comprobar que a su “Permiso para subir a bordo” Era el Jefe de Transportadores y no el ordenador de a bordo quien contestaba “concedido”.

James Kirk, como capitán – No, como Almirante- Había conocido aquella ya lejana época en la que se privó al Jefe de Transportadores de la autoridad última para conceder o denegar el permiso para subir a bordo en favor de complicados programas informáticos. Por supuesto, el capitán seguía pudiendo expulsar de su nave a quien quisiera… Faltaría más, pero sólo el Jefe de Transportadores podía negarse a admitir a cualquier recién llegado sin que el Capitán llegar siquiera a verlo o intervenir.

Solícito, un alférez se le acercó y dijo con respeto:

- ¿Desea que le acompañe al puente, Comandante Kirk?
- Gracias, alférez, pero he tenido una escolta durante más tiempo del que hubiera deseado y en este caso preferiría ir solo.

No le resultó difícil hallar el camino hasta el turbo-ascensor, dijo “Puente” y esperó…
- Todo va bien –pensó- de momento no me he encontrado con nada inesperado.

Por supuesto, nada más entrar en el puente, se encontró con la primera sorpresa: Allí, sentado en el sillón de mando, esperaba un vulcaniano joven para su especie. Al girarse el sillón, vio que no era otro que Saat, el hijo de Spock.
Sólo sus años de entrenamiento permitieron que James Kirk identificara las insignias y sin sorpresa aparente dijera con voz clara:

- El Comandante Kirk se presenta al servicio según lo ordenado, Teniente.
- Sea bienvenido, Comandante. La Capitán Sulu le espera en su despacho

¿Despacho? La imperceptible vacilación de James Kirk encontró por respuesta un movimiento de ojos de Saat tan leve que sólo el comandante Kirk lo notó. Con pasos decididos, se encaminó a la puerta que aquel movimiento le había indicado.

- Un despacho en pleno puente para el Capitán –pensó Kirk- Extraño, pero en ningún caso una mala idea. Si no me equivoco, ha de ser un medio magnífico para que el capitán dé confianza a sus oficiales de puente, sin estar directamente presente, pero sí al tanto y alerta para cualquier situación de emergencia… Por no hablar de las broncas que puede dar sin necesidad de caminar por pasillos sin fin… Me pregunto qué me espera a mí.
Continuara.
Relato de JUAN TERUEL RAMON.

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